Por Nicolás Ferrera

Sentimiento latinoamericano

“Una de las cosas que perdimos en Caseros, fue la costumbre de escribir y pensar como latinoamericanos. Bolívar, San Martín, Artigas, Moreno, Monteagudo, Rosas, etc. todos escribían y opinaban como americanos. Después de la caída de Rosas eso se terminó: como semicolonias, los países perdieron ese sentido americano.”
John William Cooke

domingo, 7 de agosto de 2011

"Inga"




Introducción

¿Que será lo que moviliza a los hombres a encontrar en lo más profundo de su ser la valentía necesaria para desafiar al orden establecido? ¿Donde se encontrará la fibra más íntima, sincera y desprendida de los seres humanos que los llena de convicciones inquebrantables y los guían hasta dejar la vida por un ideal? ¿Por que aquellos individuos, envueltos en una llamarada de fuego, levantan las banderas de la revolución, de la inclusión social, de la militancia, de la autogestión y del trabajo digno?. Las preguntas podrían llegar a multiplicarse hasta llegar a ser millones de inquietudes y lo lamentable sería no encontrar siquiera un intento de respuesta a tanto torbellino de cuestiones. Sin embargo, las mismas son necesarias para poder comprender, con más sensibilidad, la importancia de los actos heroicos de todo hombre, de todo ser humano, de todo individuo que se atreva a transformar su impulsa de curiosidad en un vendaval de ideas, para consolidar un ideario crítico, solidario, revolucionario y, por sobre todas las cosas, práctico.

Porque, sin lugar a dudas, pueden darse dos posibilidades: realizar buenas teorías, completas, perfectas, calcadas del mejor plan de operaciones que jamás haya existido, pensadas en ámbitos confortables pero, al querer establecer un criterio aplicable, fracasan rotundamente por su determinismo mecanicista; por otro lado, se encuentra aquella teoría que es llevada a la práctica comprendiendo porque se lucha (cual es el objetivo), dejando atrás la caracterización de “individuo” para transformarse en un “colectivo de personas”, guiadas por ideales firmes -o al menos se piensan firmes- , donde construir y sentar las bases de la militancia y el compañerismo, como si fueran volcanes de pasión incontenibles.

I

Todo eso se cruzó seguramente por la cabeza de Juan Ingalinella aquella madrugada del 17 de Junio de 1955, en la celda de la Jefatura de Policía, entidad que para ese entonces ya contaba con incalculables denuncias realizadas, entre otros, por el propio Ingalinella. Sin embargo, se encontraba allí, en el pozo más hondo, oscuro y tenebroso que conocía a la perfección, ya que anteriormente había sido encarcelado varias veces desde que comenzó su militancia universitaria, donde se topó por primera vez con las ideas de Karl Marx y Friedrich Engels, quienes constituirían un camino de ida para este hombre, que presentía una noche inusual.

De todos modos, no se encontraba solo: a su lado estaba Yaco Trumper -su cuñado-, que era su compañero más cercano por tratarse de un familiar; también estaba el Flaco Gomez, un tipo alto, bastante tosco y un laburante incansable, que hablaba en voz alta con otro de los presentes -el gringo Dipp- a quién le decía : “que paradoja del destino, sufrimos la proscripción, las detenciones que este gobierno populista propone y sin embargo estamos acá, presos, cagados de frío e incomunicados por salir a respaldar a Perón y repudiar las bombas de la Marina”. El “gringo” quedó callado.

Ingalinella se sentía muy cansado, abatido por el largo día; se había levantado a las 5 de la mañana como siempre lo hacia, acompañado de su inseparable esposa Rosa Trumper, un mujer sencilla, sin mucho misterio, y que en estos momentos seguramente estaría moviendo cielo y tierra para encontrarlo, como en las veces anteriores en que cayó preso. Durante esas mañanas de amor y convivencia con Rosa (quién era docente pero fue cesanteada por no firmar la afiliación al peronismo), el calor del hogar y su rol de marido daba paso al prestigioso Doctor Ingalinella, como era conocido en distintos hospitales y sanatorios de la ciudad, lugares en los que había conocido la desidia y el fracaso, encontrándose cara a cara con la pobreza.

Fueron justamente aquellas convicciones e ideales de solidaridad que había constituido durante su adolescencia y maduración política, cargado además de una fuerte vocación de servicio, las que llevaron a “Inga” -como era llamado en el seno más íntimo de la militancia- a poner un consultorio en su propia casa. Niños, mujeres, abuelos y hombres desfilaban tarde y noche por la humilde morada de Saavedra 667, en el Barrio La Tablada, al sur de la ciudad. Juan lo hacía de puro corazón, sin esperar nada a cambio, más allá de una sonrisa o un gesto amistoso.

Sin embargo, la mañana del 16 de Junio ya no sería recordada como un día de rutina para Ingalinella, ni tampoco para el pueblo argentino.

II

En un alto en el trabajo, el Doctor sintoniza la radio y allí se entera que aviones de la Marina habían bombardeado la Plaza de Mayo, sin importar que hubiese personas transitandola. De norte a sur, de este a oeste, las bombas caían con la bendición del cielo y con la impunidad de ser anónimas, pero no por eso menos culpables, no por eso menos injustas, no por eso menos genocidas; es que detrás de esas bombas que estallan contra el asfalto pisado por el pueblo, aquel que el 17 octubre de 1945 había ido a recibir al único hombre que les había devuelto la dignidad, que los había hecho sentir parte de la historia de la humanidad, y que depositaban en su líder un futuro de conquistas sociales y felicidad, que no era poco para ese entonces, se encontraban hombres, de piel y hueso, con corazón -al menos eso creemos-, que también formaban parte de la mítica Plaza, pero esta vez la historia era distinta.

Aquel líder de los trabajadores argentinos, que había vencido en las elecciones de 1945 derrotando al aparato sistemático de agravios impulsados por la embajada norteamericana (con Spruille Braden a la cabeza) y con los socios locales del imperio -la oligarquía terrateniente y los partidos opositores-, donde se consolidaba un fenómeno político antipopular conocido como la “Unión Democrática”, que el Partido Comunista había sido partícipe.
Juan Ingalinella se había reprochado el haber formado parte de un conglomerado tan disimil en la teoría pero que encajaba perfectamente en el objetivo final, que era la derrota electoral de Juan Domingo Perón. En las constantes reuniones del Órgano Central del PC se hacía una autocrítica por haber apoyado al cipayismo traidor. Algunos lo entendían así, alejados del mecanicismo soviético y a pesar de padecer las incesantes persecuciones, detenciones y proscripciones a las que el partido y sus militantes eran sometidos.

Pero la historia tiene estas cosas; la vida del ser humano no es perfecta, las contradicciones son nuestro denominador común. Sin embargo, aquella mañana del 16 de Junio, aquel maldito día, abriría un tajo de violencia, de la peor violencia criminal que haya existido en nuestro país: comenzaba un largo, lento y agonizante sufrimiento que culminaría el la madrugada del 24 de Marzo de 1976.

Como será de paradójica la historia que los “guardias del status quo”, esos cuervos del ejercito, muestran sus garras por las noches, o atacan cobardemente al pueblo desde el aire, con bombas pintadas con una cruz y debajo una “V” simbolizando el lema “Cristo Vence”; el país del modelo agroexportador se había transformado en “una casta de sindicatos donde se llenaba de obreros politizados”; era la vieja “barbarie” que arremetía contra la “civilización sarmientina”. ¿Que era todo eso? ¿Como un pobre, un desamparado, un cabecita negra, debía transformarse en un sujeto político y más aún, en poseer derechos? Esta era la lógica de los terratenientes, de toda esa calaña chacarera que se creían la raza pura, la más apta para gobernar, de los chupacirios profesionales. Ya habia sido suficiente populismo por el momento, basta de “descamisados”, basta de homenajear a Eva Perón, esa actriz frustrada y trepadora. ¿Como se atreve esa mujer a ser más importante que las damas de la patria oligarca? Repito, aquella lógica de odio antiperonista nubló a gran parte de los partidos opositores y a las clases de privilegio, a veces por egoísmo y recelo, otras por racismo y venganza.

El peronismo era, como dijo John William Cooke, “el hecho maldito del país burgués”, y vaya que tenía razón. Esas bombas que teñían el cemento de muerte no era más que el reflejo de la utilización extrema de la violencia y el fiel esquema del golpismo gorila. Algunos tardaron años en comprenderlo y otros, lamentablemente, todavía no lo han entendido.

III

En la fría celda de la Jefatura se encontraba inamovible Juan Ingalinella, recordando cada momento que lo había llevado en su recorrido personal hacia aquel agujero negro que esa noche oficiaba de cárcel. Al enterarse del bombardeo, se ordenó una reunión en una de las casas de seguridad que tenía el partido, que en otras oportunidades había servido como resguardo de cientos de compañeros comunistas que le “gambeteaban” a las persecuciones policiales, y allí se decidió imprimir un volante para repudiar el atentado golpista.

Que nivel de salvajismo. Que desprecio por la vida humana detentaron tanto tiempo en silencio y desde sus claustros aquellos que se llenaban la boca con la misericordia de Dios, que debajo de sus oscuras sotanas escondían la muerte, la complicidad y la tortura. Hoy la Fe y el perdón eran borrados de un plumazo, o mejor dicho, de un balazo en el pecho de la democracia, una democracia que todavía sigue padeciendo hemorragias hasta que el último genocida o cómplice este en la cárcel.

Pero en la “helada celda” también ha habido hombres buenos, que pelearon por un ideal, e Ingalinella fue uno de ellos. Ahí se encontraba, solo. Sus compañeros habían sido trasladados hacia las afueras de la Jefatura -o al menos eso se creía-, pero ¿Como estar seguro? ¿Por que sus camaradas habían sido liberados y él aún permanecía detenido, incomunicado y sin sentir el perfume de su mujer? Basta de preguntas -se dijo a sí mismo-, cerró los ojos y terminó de recordar como había sido esa tarde, la que iba a marcar el inicio de una violencia inaudita en la historia del país y la dejaría astillada para siempre.

Aquel panfleto con la firma del Partido Comunista había sido su pase de detención, una constante en la vida política de Inga; allí, pensativo y meditabundo, con el sudor en la frente y el cansancio de tantas horas de encarcelamiento, siente que se está cometiendo una injusticia: era injusta la idea de país exclusivo que pretendía la oligarquía que el combatía; era injusto el padecimiento de los pobres, a los que atendía sabiendo que eran la esperanza del futuro de la patria; eran injustas las bombas cobardes que prendían fuego la vida; era injusto estar detenido por cumplir con su rol de militante comunista.

La celda se abría de par en par, frente al médico se encontraban sus brazos ejecutores, su “tribunal”, que venía a sumar una nueva injusticia para volver al “país de la injusticia”. El primero en ingresar fue Francisco Lozón, el encargado de realizar los interrogatorios a los militantes detenidos, tenerlos cara a cara para terminar de una vez con el “fantasma que rondaba en Europa” y que poseía un manifiesto comprometido y valiente, a cara destapada y sin lanzar bombas desde las alturas.

Lozón no era fisicamente el estereotipo de policía que conocemos: tenía pelo corto, lucia prolijo, sin bigote, dotado de una estampa de hombre de bien. Allí, frente a sus ojos, tenía a los que odiaba con tanto empeño: no le alcanzaban las horas del día para odiar más. El resto de los justicieros anticomunistas de aquella noche fueron Félix Monzón (Comisario) Santos Barrera (Subcomisario), Fortunato Desimone (Subcomisario), Arturo Lleonart (Oficial), Ricardo Rey (Oficial), Héctor Godoy (Oficial) y Rogelio Tixe (Oficial), y fue este último quién rompió el pacto de silencio que se habían jurado respetar hasta que los metros de tierra tapen sus respectivas tumbas, declarando como fue el asesinato de Juan Ingalinella de la siguiente manera: “Lozón ordenó al doctor Ingalinella que se desnudara, luego de lo cual le ordenó que se acostara sobre una mesa (…) Le expresó que quería el fichero del partido y el mimeógrafo que se utilizaba para hacer los volantes. Ingalinella no contestó ninguna palabra, entonces Lozón le pasó la picana eléctrica por el cuerpo”.

Juan Ingalinella no soportó la tortura y falleció en el acto, sufriendo un paro al corazón, una paradoja más, aquel músculo que lo había guiado por su vida y le decía como actuar ante cada circunstancia: cuando se enamoró de Rosa, cuando militaba, cuando ejercía como profesional, cuando había que poner el pecho a lo que venga, se quedaba ahí, en la mesa, delante de sus ejecutores de la injusticia, quienes demostraron ser más cobardes aún y hacer desaparecer su cuerpo, como queriendo borrar el desastre, la brutalidad que habían cometido. Inga se transformaba en bandera, en estandarte, en lucha constante, y se reproducía en un grito a voces que exigen basta de injusticias.